Cuando Adán y Eva decidieron rechazar su relación con Dios, se produjo un cataclismo. Es decir, la creación de Dios fue mancillada y deformada. El enemigo no podía destruir la creación de Dios, sólo podía distorsionarla. El enemigo no tiene poder de creación: sólo Dios puede crear de la nada.
Jesús redime toda la destrucción del enemigo. Convirtió la ignominia de la cruz en un símbolo de esperanza y liberación. Jesús no destruye la muerte ni ninguna otra cosa, sino que la transforma en su diseño original. Al asumir la carne humana, la redime. Al abrazar la muerte, le quita su aguijón y la convierte en nuestro paso al Reino de Dios.
¡Oh feliz culpa! La humanidad desbarató el plan original de Dios para nosotros y, en su infinita misericordia, Dios asumió nuestra humanidad para poder morir por nuestros pecados. Por sí mismo, Dios no podía morir. Por nosotros mismos no podríamos vencer a la muerte. Jesús asume nuestra naturaleza humana para poder vencer a la muerte: ¡un hombre venció a la muerte! Como hemos vencido a la muerte, ya no nos controla.
Este es el mensaje de Pascua. Hemos vencido al pecado y a la muerte en la persona de Jesucristo. Todo lo que debemos hacer es unirnos a Él, ¡nuestro Rey victorioso! No tenemos que ganar la victoria, ya está ganada. La Pascua es el signo de exclamación de nuestra redención.
¡Merece la pena celebrarlo! Creo que todos nos emocionamos con la Navidad, y con razón. Los acontecimientos de la Pascua son los que hacen que merezca la pena celebrar la Navidad. La Iglesia nos ayuda a recordar lo importante que es la Pascua pidiéndonos que celebremos esta gran fiesta durante 50 días (la Cuaresma dura sólo unos 40 días).