El pasaje del Evangelio proclamado en la misa del fin de semana del 17 de julio fue la conocida historia de Jesús visitando la casa de Marta y María. Según mi experiencia, esta historia suele suscitar fuertes reacciones emocionales en algunos de sus oyentes. A veces la gente comenta que Jesús no agradeció a Marta sus esfuerzos. Dirán que todo el mundo debería haberse sentido afortunado de que Marta estuviera presente, pues de lo contrario nadie habría tenido nada que comer. El hecho es que hay muchos de nosotros que se identifican con Marta y no les gusta que el Señor la castigue. Después de todo, ¿por qué no alabar a la persona que se asegura de que todos tengan una buena comida? ¿Por qué criticar a la persona que cuida de los demás? Pero hay otra manera de entender esta historia. La verdad es que Marta estaba dando a Jesús lo que ella quería dar en lugar de permitir que Jesús le diera lo que Él quería darle. María entendió que el Señor estaba allí para hablar con ellos. Marta no lo hizo. Como un ejemplo gracioso, supongamos que Jesús viniera a nuestra casa a hablar con nosotros. ¿Nuestra reacción sería: "Por favor, siéntate Señor. Le va a encantar mi pollo con albóndigas. Ponte cómodo mientras lo cocino". O tal vez: "Señor, tengo una estupenda salchicha de ciervo. Relájate mientras pongo algunas en la parrilla". Espero que no. Si Jesús viniera a nuestra casa a hablar con nosotros, esperaría que, como María, nos sentáramos y escucháramos lo que quiere decirnos. No sería un momento para darle lo que nosotros quisiéramos dar, sino para recibir de Él lo que Él quisiera darnos. Jesús quiere hablarnos. Si lo entendiéramos. Nos ama tanto que quiere entrar en nuestras vidas, en nuestros corazones y pasar tiempo en ellos. A veces me asombra un hermoso amanecer o atardecer, o me impresionan las majestuosas montañas, o me cautiva un brillante arco iris. Pero a Dios no le impresionan los amaneceres, los atardeceres, las montañas o el arco iris. Sin embargo, cuando Dios nos mira, se asombra. ¿Por qué? Porque cuando Dios nos mira, se ve a sí mismo. Como dice la Escritura, hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Cuando Dios nos mira se ve a sí mismo, y Dios, que es amor perfecto e infinito, no puede dejar de amarse a sí mismo. Por lo tanto, Dios no puede dejar de amarnos. Ojalá nos diéramos cuenta de lo mucho que brillamos a los ojos de Dios. En todas nuestras alegrías y penas, éxitos y fracasos, luchas y alegrías, Dios está con nosotros. No puede dejar de estar con nosotros porque no puede dejar de amarnos. El amor quiere ser correspondido. Jesús no tenía hambre de lo que había en la cocina de Marta. Tenía hambre de la fe de Marta y de que ésta escuchara su mensaje. Quería ser acogido, no sólo en su casa, sino también en su corazón. Eso es lo que Jesús ansía de cada uno de nosotros. Que acojamos al Señor en nuestras vidas, que pasemos tiempo con el Señor en la Misa y recibamos la Eucaristía. ¿Qué más podría hacer Jesús para decirnos que quiere estar unido a nosotros que permitirnos recibir su Presencia Real en nuestras vidas? Desea que pasemos tiempo con Él en la oración y la lectura de la Biblia. Aunque encontrar un momento de tranquilidad pueda ser difícil en nuestras ruidosas vidas, podemos tomarnos unos segundos en varios momentos del día y hacer una breve oración para agradecer a Dios su amor y pedirle que esté con nosotros en todo lo que hagamos a lo largo del día. Su corazón está hambriento del nuestro.